LA RESPONSABILIDAD CIVIL DE LOS ADMINISTRADORES SOCIETARIOS

Responsabilidad administrador societarioSer el administrador de una sociedad no equivale a ser su jefe, ni tampoco se trata de una especie de título honorífico que le conceden los socios al más apreciado de todos ellos. El órgano de administración de una sociedad mercantil es el competente para gestionarla y representarla, es su cara visible, el cuerpo a través del que se manifiestan los actos de un ente incorpóreo. El cargo puede ser desempeñado tanto por personas físicas como por personas jurídicas, en solitario, en diversos grados de mancomunidad y solidaridad o constituido en consejo de administración. Sin necesidad de ostentar una posición mayoritaria en el capital social, e incluso sin necesidad de ser socio de la mercantil administrada, sus poderes son tan amplios que el éxito o el fracaso de una ventura empresarial depende en gran medida de su diligencia. Aunque el órgano superior de gobierno de toda sociedad de capital es su junta general, la agilidad en la toma de decisiones que requiere el tráfico mercantil justifica que se cuente además con un órgano encargado de su gestión diaria, prácticamente plenipotenciario en todo lo que no esté expresamente atribuido a la junta general en la legislación mercantil o en los estatutos de cada sociedad.

Sin embargo, y como no podía ser de otra manera, el envés de esta amplia capacidad de actuación es la exigencia legal de un deber de diligencia y lealtad muy estricto, que se resume en la obligación de desempeñar el cargo con la diligencia de un ordenado empresario, siempre en interés de la sociedad y con la lealtad de un fiel representante. Aunque esos conceptos puedan parecer muy abstractos, lo cierto es que la vida societaria está tan regulada en la normativa mercantil y fiscal que prácticamente podríamos decir que un administrador cumple siempre que observe escrupulosamente la ley y los estatutos de la sociedad ―para lo cual es imprescindible conocer la una y los otros, claro está, algo que no siempre ocurre―.

Lógicamente, el incumplimiento de esos deberes conlleva consecuencias que, dependiendo de su objeto y gravedad, pueden ser de carácter administrativo, civil o incluso penal. Por lo que se refiere al plano de la responsabilidad civil, ésta se clasifica en dos tipos: interna, cuando el administrador responde de su incumplimiento ante los socios o ante la propia sociedad, o externa, cuando el perjudicado ha sido un tercero ajeno a la sociedad ―generalmente, un acreedor―. Los presupuestos para considerar que el administrador es responsable civil de las consecuencias de un determinado acto son básicamente los mismos que en el caso de cualquier sujeto que provoque un daño a otro, aunque con importantes matices y con un régimen de presunciones bastante más estricto:

1.- Es necesario un acto u omisión del administrador.
2.- Que ese acto u omisión sea contrario a la ley o a los estatutos de la sociedad, o incluso que vaya en contra de los deberes genéricos que conlleva el cargo.
3.- Que ese acto u omisión cause un daño real y evaluable económicamente, tanto en forma de daño emergente como de lucro cesante, a los intereses de uno o varios socios, a la sociedad como ente o a cualquier tercero.
4.- Que ese acto u omisión sea intencionado o se cometa por negligencia: aquí es donde con más claridad se observa el rigorismo del régimen de responsabilidad del administrador, pues la negligencia siempre se presume ―en virtud de la antijuricidad que conlleva segundo requisito―.
5.- Que exista un nexo de causalidad entre el acto u omisión del administrador y el daño provocado.

Es importante precisar que este régimen de responsabilidad incumbe no sólo a los administradores debidamente nombrados y con el cargo inscrito en el Registro Mercantil, sino también a cualquier persona que desempeñe efectivamente sus funciones como si estuviesen legitimados para ello, aun sin concurrir en él dichos requisitos formales. Son los denominados “administradores de hecho”, una figura jurídica compleja cuyas características han ido siendo desarrolladas por la jurisprudencia con base en una casuística tan diversa que merecería un artículo por sí sola. Baste señalar aquí que la condición de administrador de hecho nunca se presume, sino que debe ser probada por quien la alega ―generalmente, por el perjudicado que pretende una reparación―. En la práctica, suelen darse dos tipos básicos de administradores de hecho: el notorio, que es la persona que se presenta como el administrador de la sociedad sin serlo realmente ―bien porque nunca lo ha sido, bien porque ha caducado su cargo o bien porque ha sido nombrado defectuosamente―, y el oculto, que es quien maneja la sociedad de puertas adentro dejando que sean los administradores de derecho los que, prácticamente como testaferros, den la cara ante terceros.

Aunque, como veremos, existen otras formas de reclamar la responsabilidad de un administrador societario, las acciones básicas son dos:

a) La acción social de responsabilidad: es la que se interpone cuando la perjudicada ha sido la propia mercantil, aunque no sólo puede ser ejercitada por ésta ―a través de un acuerdo de su junta general exigiendo dicha responsabilidad, cuya adopción, además, conlleva el cese del órgano de administración―, sino también, subsidiariamente y en determinados casos, por socios que sumen un 5% del capital social o más, e incluso, y más subsidiariamente, por los acreedores de la sociedad, que presentarán su demanda en nombre propio, pero en interés de la sociedad ―es decir, lo que en su caso obtengan no revertirá directamente a sus patrimonios, sino la de la sociedad deudora―.

b) La acción individual de responsabilidad: en este caso, los intereses dañados no son en sí los de la sociedad, sino los de una o varias personas concretas, que pueden ser socios o no. La principal diferencia con la acción social, aparte de la ausencia de formalidades previas, es que la pretensión no consiste en que el administrador indemnice o reintegre algún bien a la sociedad, sino en que se haga responsable a título personal del daño causado.

Ambas acciones tienen un plazo de prescripción específico, que es de cuatro años a contar desde el día en que se pudieron ejercitar. Generalmente, ese día coincidirá con el día en el que el perjudicado se enteró o debió enterarse ―no olvidemos que el ámbito mercantil suele exigir un grado de diligencia superior al común― del acto u omisión dañosa; pero esto no tiene por qué ser así necesariamente, sino que la concreción de ese dies a quo puede resultar discutible. De hecho, la excepción por prescripción es un argumento que se usa con relativa frecuencia en la defensa del administrador, de modo que es aconsejable que la persona que se considere perjudicada actúe con la máxima celeridad posible.

Igualmente, y basándose en una infracción del deber genérico de lealtad por parte del administrador, existe la posibilidad de ejercitar acciones de impugnación, cesación o remoción de determinados actos concretos, en clave interna, o bien de anulación de contratos o de otros actos celebrados con terceros. Este tipo de acciones y las de responsabilidad son independientes entre sí y pueden ejercitarse por separado, aunque lo normal es que se planteen conjuntamente, porque lo lógico es que esos actos viciados hayan causado algún tipo de daño económico valorable.

No obstante, y a pesar de todo lo dicho, existe un caso específico que no responde exactamente a los supuestos anteriores y que, a pesar de ello, es el que más frecuentemente se ve en nuestros Juzgados de lo Mercantil. Es el conocido vulgarmente como de “responsabilidad por deudas”, que está íntimamente relacionado con la obligación legal de disolver la sociedad en determinados supuestos. Cuando se dan esos supuestos ―que, en general, tienen que ver con motivos financieros u organizativos que hacen prácticamente imposible el normal desarrollo de la vida societaria―, la Ley de Sociedades de Capital prevé que el administrador debe convocar la junta general en el plazo de dos meses para que ésta acuerde la disolución de la mercantil o, si se diesen las condiciones para ello, solicitar el concurso de acreedores de la misma o proceder a una ampliación de capital.

Obviamente, la junta no está obligada a tomar ninguna de esas decisiones ―porque entonces sería el administrador el que estaría decidiendo algo que no le compete―; pero incluso en el caso de que la junta rechace adoptar las medidas necesarias para paliar la causa de disolución, no por ello quedaría el administrador libre de responsabilidad todavía, sino que deberá instar la disolución de la sociedad ante el Juzgado en un nuevo plazo de dos meses desde la fecha prevista para la celebración de la junta ―haya sido ésta finalmente celebrada o no―. Sólo entonces quedaría exonerado, si bien nada le libra del riesgo de que la sentencia resuelva que no existe tal causa de disolución legal o de que falle en su contra por defectos a la hora de plantear la demanda o de defender la acción. De todos modos, y en el peor de los casos, las consecuencias jurídicas para él serán bastante menos demoledoras que en el caso de que incumpla sus deberes ―por lo tanto, ante la duda, y sin que ninguna de las opciones sea la ideal, parece más aconsejable pasarse de diligente que quedarse corto―.

Así, un buen sector de la doctrina mercantilista no duda en hablar directamente de sanción al referirse a éstas últimas consecuencias, por más que nos estemos moviendo en un ámbito privado del Derecho en el que el concepto de sanción como castigo reglado y coactivo ante una conducta antijurídica no tenga realmente ninguna cabida. Lo que la Ley prevé en este caso es que el administrador deba responder solidariamente con la sociedad de todas y cada una de las deudas líquidas, vencidas y exigibles en las que ésta haya incurrido tras la aparición de la causa de disolución legal, presumiéndose además, salvo prueba en contrario, que cualquier deuda es de fecha posterior. Por si fuera poca la situación de precariedad en la que queda el administrador, en este supuesto no es necesario probar la producción de un daño concreto: basta con la mera existencia de la deuda. Tampoco es preciso demostrar que haya mediado una negligencia específica en su conducta, pues la mera constatación de no haber hecho lo posible por disolver la sociedad ya se considera una negligencia bastante.

El único consuelo que le queda al administrador es precisamente que su responsabilidad es tan sólo solidaria, es decir: si paga una deuda social, podrá después reclamársela a la sociedad. Pero en la práctica constituye un consuelo absurdo, dado que si se ha llegado a esa situación, lo más probable es que la sociedad sea insolvente y ya haya iniciado su particular fase de alma en pena ―en España son pocos los casos en los que una sociedad mercantil resulta correctamente disuelta, liquidada y cancelada; lo más frecuente es que permanezca vigente pero inactiva por los siglos de los siglos―.
Evidentemente, todo lo dicho hasta ahora no es más que una simplificación bastante gruesa: el derecho mercantil, y especialmente el societario, es una disciplina muy compleja y su correcta aplicación siempre depende de las particularidades del caso concreto. Para facilitar la comprensión de lo expuesto, he hablado del administrador como si se tratase de una sola persona física, pero ya sabemos que esto no siempre es así. En el caso de que el órgano de administración esté formado por dos o más personas, o incluso que se halle formado por un consejo de administración, está claro que no todos los miembros del órgano tienen por qué tener la misma responsabilidad en la marcha societaria, si bien esa participación igual se presume y, en todo caso, deberá ser cada uno de ellos el que, en su defensa, demuestre que no es así. Los que no lo logren responderán solidariamente entre ellos.

Una cosa debe quedar clara, y es que desempeñar el cargo de administrador de una sociedad de capital, por muy pequeña que ésta sea, entraña una importante exigencia de responsabilidad y diligencia y, por lo tanto, no debería ser asumido por nadie que no sepa realmente dónde se está metiendo y que no cuente con un buen asesoramiento permanente tanto en los planos contable y fiscal como en el más puramente jurídico. Por desgracia, la realidad ofrecer ejemplos de todo lo contrario con demasiada frecuencia. La gran mayoría de las sociedades limitadas españolas están formadas por un número escaso de socios, que rara vez supera los cinco y que frecuentemente se limita a dos o tres. De entre ellos, lo normal es elegir a uno o, a lo sumo, a dos para que desempeñen el cargo de administrador. Los criterios para designarlos suelen ser también de lo más peregrinos: el que haya aportado más, el que de hecho cuente con cierto ascendiente sobre los demás, el que disfrute de más tiempo libre, el que tenga más don de gentes, el que mejor conozca el negocio, el que lo pida, por sorteo… Un sinfín de motivos entre los que rara vez se halla la mayor capacitación para el desempeño de las funciones inherentes al cargo. Salvo extrañas excepciones, el que la película termine más o menos bien o con un baño de sangre ―en sentido figurado, por supuesto; al menos en la generalidad de los casos― acaba dependiendo casi exclusivamente de la buena fe de los socios y de lo estrechas y resistentes que sean las relaciones entre ellos, y ello teniendo en cuenta que existen pocas situaciones que pongan tan a prueba la amistad y la lealtad como la de compartir una ventura empresarial.

Como en otras ocasiones, si se ha visto reflejado en alguna de las situaciones descritas, ya sea como administrador, como socio o como tercero perjudicado, y desea plantearme su caso sin compromiso alguno, puede hacerlo empleando el formulario que se abre al pulsar en este enlace.