EL DELITO DE ESTAFA

estafaEn el habla común, decir estafa equivale a decir timo. Nombres populares como “la estampita”, “el tocomocho”, “el pariente”, etcétera, han ido conformando un imaginario popular español, heredero directo de la novela picaresca, que muchas veces tiende a celebrar el ingenio de los delincuentes y a condenar la avaricia de las víctimas. Es cierto que todos los timos clásicos son subsumibles dentro del delito de estafa; pero no lo es menos que tan sólo representan un porcentaje ínfimo de las conductas que abarcan los diferentes tipos delictivos previstos en los artículos 248 y siguientes de nuestro Código Penal. En la práctica, la mayor parte de las denuncias por estafa están relacionadas con la utilización fraudulenta de tarjetas de crédito ajenas, y las querellas de mayor cuantía se dan en el ámbito mercantil, generalmente motivadas por lo que se ha dado en llamar “negocios jurídicos criminalizados”, que en demasiadas ocasiones no responden sino a intentos torpes o desesperados de cobrar una deuda o de obtener una posición ventajosa en una negociación ―lo que comúnmente se conoce como “querellas catalanas”―.

El tipo genérico viene recogido en el artículo 248.1, que señala literalmente que cometen estafa los que, con ánimo de lucro, utilizaren engaño bastante para producir error en otro, induciéndolo a realizar un acto de disposición en perjuicio propio o ajeno. Esta definición, aparentemente simple, es en realidad una de las más complejas que podemos encontrar en el Derecho penal español, por lo que no es de extrañar que contemos con una integración jurisprudencial muy amplia. Dicha complejidad viene provocada por el elevado número de elementos que componen el tipo ―a saber: ánimo de lucro, engaño bastante, error, acto de disposición viciado, perjuicio propio o ajeno y nexo causal―, todos los cuales deben ser probados lejos de toda duda razonable para considerar cometida la actividad propia de la estafa.

A pesar de tratarse de un elemento subjetivo, el ánimo de lucro no suele implicar problema alguno en su determinación, porque se refiere exactamente a lo que todos estamos pensando: querer enriquecerse, bien ganando dinero, bien liberándose de alguna carga o adquiriendo alguna cosa de cierto valor. Lo que puede presentar más dificultades a la hora de ser probado es el engaño bastante; no por lo que signifique “engañar” ―si bien no basta con cualquier tipo de mentira, exageración o falta a la verdad, sino que debe tratarse de una actitud deliberada conducente a que la víctima crea que las cosas son de una determinada manera que le lleve a hacer lo que no habría hecho de haber conocido la realidad―, sino por qué extensión debe darse al término “bastante”.

El propio tipo responde a esta cuestión: el engaño debe ser bastante para provocar error en otro. Esta afirmación puede generar cierta extrañeza en el lector si se para a pensar que si se ha provocado el error, resulta obvio que el engaño ha sido bastante. Sin embargo, no es así para nuestra doctrina jurisprudencial, que además del resultado tiene en cuenta la idoneidad del engaño desde el punto de vista objetivo. De esta manera, cuando la víctima ha sido una persona con características que hacen presumir una inteligencia o credulidad dentro de la media no se han considerado estafa supuestos como los de los falsos mendigos, los que venden productos “de marca” a precios irrisorios, los curanderos, los futurólogos y, en general, cualquiera que afirme poseer poderes sobrenaturales o conocimientos secretos para curar enfermedades o solucionar cualquier otro tipo de problema, generalmente amoroso. Tampoco se ha considerado estafador a quien obtuvo un préstamo de un banco afirmando ser propietario de unos terrenos que no existían ―puesto que la entidad hubiese debido comprobarlo y hubiese podido hacerlo con una simple consulta al Registro―, pero sí a quién hizo creer a una anciana que se iba a volver a la peseta y se ofreció a cambiarle sus euros por la “nueva moneda”. En definitiva, lo que viene a tenerse en cuenta es si la propia víctima ha cumplido con el deber de autoprotección que le corresponde o no, por lo que debe haber una correlación lógica entre la magnitud del engaño y la del error provocado por éste ―por ejemplo, si alguien me vende una pequeña pirámide de plástico prometiéndome que si la coloco debajo de mi cama aliviará todos mis padecimientos físicos, mi única posibilidad de conseguir que le condenen por estafa pasará poco menos que por demostrar que lo hizo inmediatamente después de que me rescataran de la manada de lobos con la que me crié en la jungla, y aún así sería un caso difícil―.

Por acto de disposición se entiende cualquier acción de la víctima que, tanto desde el punto de vista efectivo como desde el del lucro cesante ―por ejemplo, el caso del profesional al que se le convence de que preste un determinado servicio sin intención de pagarle―, empobrezca su patrimonio o el de un tercero ―como cuando el engañado ostenta poderes de disposición sobre bienes ajenos o cuando un falso propietario encarga a la víctima que venda una cosa que en realidad pertenece a otra persona―.

En cuanto a los tipos impropios, previstos en el número 2 del artículo 148 del Código penal, éstos son dos: la llamada estafa informática y la utilización fraudulenta de tarjetas bancarias o cheques de viaje. En el primer supuesto, serán reos de delito de estafa los que con ánimo de lucro y valiéndose de alguna manipulación informática o artificio semejante, consigan una transferencia no consentida de cualquier activo patrimonial en perjuicio de otro. Como puede observarse, la redacción del precepto es bastante mejorable, principalmente porque adolece de una ambigüedad y una amplitud muy peligrosas. Lo único que queda claro es que el resultado de la actividad delictiva debe ser la obtención de una transferencia patrimonial no consentida, y parece que eso es lo que ha de guiar a los jueces a la hora de considerar cometido el delito. Aún así, las expresiones “alguna manipulación informática” y “algún artificio semejante” dan cabida a una variedad de conductas tan diversa como le apetezca a nuestra imaginación. Igualmente, se equiparan expresamente a estos supuestos los de quienes fabricaren, introdujeren, poseyeren o facilitaren programas informáticos específicamente destinados a la comisión de este tipo de estafas; es decir, que el tener conscientemente instalado en el ordenador uno de esos programas es suficiente para ser condenado por estafa. Lo más chocante del asunto es que no existen aplicaciones informáticas que se llamen “Estafator 2.0”, “MegaTimo” o “PC-Chanchullo”, sino que la gran mayoría de ellas han sido creadas para facilitar la comunicación entre diversos equipos o para otros fines inocuos, por lo que una vez más nos encontramos con una norma penal de una literalidad ideal para generar equívocos.

Por su parte, también se considera estafa impropia la conducta de quien utiliza tarjetas de crédito o débito, o cheques de viaje, o los datos obrantes en cualquiera de ellos, para realizar operaciones de cualquier clase en perjuicio de su titular o de un tercero. Nuevamente, nos encontramos con un tipo de gran amplitud; sin embargo, queda más claro que en el caso anterior a qué actividades se refiere: adquirir bienes o servicios con una tarjeta ajena o emplear cualquiera de los medios citados para simular una solvencia que en realidad no se posee. En este sentido, conviene precisar que la jurisprudencia no se limita a considerar estafa la cometida con tarjetas bancarias, sino que incluye también las que se lleven a cabo con instrumentos análogos, como las tarjetas de cliente de supermercados o grandes almacenes y las de teléfono.

La pena prevista para estos delitos oscila entre los seis meses y los tres años de prisión, salvo que el valor de lo defraudado no supere los 400 euros ―en éste último caso, se considera delito leve y tan sólo se sanciona con una pena de multa de entre uno y tres meses―. Se prevén también ciertas circunstancias agravantes específicas: que la estafa recaiga sobre bienes de primera necesidad o de reconocida utilidad social; que se perpetre abusando de la firma de otro o sustrayendo, ocultando o inutilizando algún proceso judicial, expediente administrativo o documento público u oficial; que recaiga sobre bienes del patrimonio artístico, histórico, cultural o científico; que el perjuicio causado a la víctima o a su familia revista especial gravedad atendiendo al caso concreto; que el valor de lo defraudado supere los 50.000 euros o afecte a un elevado número de personas; que la estafa se cometa con abuso de las relaciones personales entre víctima y estafador o éste se aproveche de su credibilidad empresarial o profesional; que se cometa en un proceso judicial o cuando el estafador haya sido condenado ya por otros tres delitos de defraudación ―además de la estafa, se incluyen la apropiación indebida, la administración desleal y las defraudaciones en el fluido eléctrico o análogas―. Cuando se dé alguna de estas circunstancias, la pena a aplicar será de uno a seis años de prisión y multa de seis a doce meses; y si se combinan varias o el valor de lo defraudado supera los 250.000 euros, puede llegar a ascender hasta los ocho años de prisión y multa de veinticuatro meses.

Como se decía al principio de este artículo, en este país resulta muy frecuente que se pretenda presentar como un delito de estafa lo que en realidad no es más que un incumplimiento contractual ―quizá el caso más habitual sea el de quien vende un inmueble sobre plano cuya construcción nunca llega a concluir―. La clave de estos supuestos, que durante los años más duros de la crisis llegaron a ser epidémicos, se encuentra en el elemento intencional que haya guiado la actuación del presunto estafador. Para que se considere cometido un delito de estafa, es necesario que el sujeto activo haya actuado con dolo antecedente, es decir: con clara intención de estafar desde el principio. Aunque se trate de supuestos que rara vez se dan en la práctica, no se considera estafa la actitud de quien, sin provocarlo, se percata de que alguien ha caído en un error y decide aprovecharse de ello ―sería un supuesto de dolo sobrevenido, que quizá resultase punible de acuerdo con otros tipos penales, pero no conforme al de estafa, dado que no se ha empleado engaño bastante―.

En coherencia con lo anterior, la estafa nunca puede cometerse por imprudencia ―por ejemplo, si alguien libra un pagaré “de peloteo” a favor de alguien que, en lugar de descontarlo en su banco, se lo endosa a un tercero asegurándole que es corriente, tan sólo se consideraría estafa la actividad del librador si se demuestra que actuó en connivencia con el endosante―. Quien obre de esa manera, seguramente sea considerado responsable a efectos civiles, pero nunca será condenado como culpable de un delito de estafa. Sin embargo, es necesario precisar que nuestros tribunales sí que consideran estafa los actos de esta índole cometidos con dolo eventual, esto es: cuando no hay una intención concreta de delinquir pero el sujeto activo es consciente de que su actividad puede dar lugar a ese resultado: La conciencia de que la acción tiene la probabilidad de engañar no excluye que el autor continúe con ella motivado, precisamente, por la posibilidad de lograr un beneficio patrimonial. Dicho de otra manera: el ánimo de lucro, en sí mismo, no depende de la existencia del dolo directo» (Sentencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo de 23 de abril de 1992). El supuesto paradigmático de este tipo de estafa es el del insolvente que emite pagarés con la esperanza incierta de que su situación económica haya mejorado cuando venza el título, es decir: la clásica huida hacia delante o el cuento de la lechera llevado al ámbito mercantil. Lo más triste del asunto es que la gran mayoría de los que caen en esta práctica nefasta suelen ser autónomos o pequeños empresarios desesperados que normalmente ignoran que pueden acabar en prisión por ello.

En definitiva, una buena parte de los estafadores no saben que lo son y varios de los que se consideran estafados en realidad no lo han sido. En cualquier caso, no es agradable encontrarse en ninguna de las dos situaciones, por lo que si es su caso y desea realizar alguna consulta al respecto o solicitar un presupuesto sin compromiso alguno, puede ponerse en contacto conmigo a través del siguiente formulario.