Hace ya varios años que la palabra “imputado” superó el ámbito del argot jurídico para incorporarse al del habla común, principalmente debido al número de casos de corrupción política ―algunos finalmente probados; otros no― que saltaron a la luz pública. Pese a que el término tan sólo implicaba que la persona a la que se le atribuía estaba siendo objeto de una investigación, que podía terminar archivándose sin más consecuencias ―como en la práctica ocurre en aproximadamente la mitad de los casos―, bastaba para que el imputado se convirtiese en alguien indeseable y en una presa indefensa frente a cualquier vilipendio verbal.
Con el fin de corregir ese efecto y dejar clara la naturaleza de esa figura jurídica, en 2015 se llevó a cabo una reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal mediante la que el término “imputado” fue sustituido por el de “investigado”. Hoy ya podemos asegurar que el resultado no ha sido el pretendido: por un lado, el común de los mortales sigue hablando de imputados; por otro, la palabra “investigado” no tardó en adquirir el mismo sentido peyorativo que su predecesora. Y todo ello a pesar de que basta una simple conversación desenfadada o la lectura de alguna noticia periodística para darse cuenta de que la generalidad de la ciudadanía no es capaz de ofrecer una idea clara acerca de lo que significa la condición de imputado o investigado. Y, ciertamente, y dado que nuestra propia legislación no define este concepto, es probable que la mayor parte de los juristas nos viésemos en un verdadero apuro si se nos exigiera esa explicación a bote pronto.
Desde una perspectiva puramente teórica, podríamos empezar sentando que el investigado es el sujeto pasivo del proceso penal. A diferencia de lo que ocurre en los procesos civiles, contecioso-administrativos o sociolaborales, la litis penal no se funda en la existencia de dos partes confrontadas que buscan dirimir sus diferencias ante un juzgador independiente, sino que en este caso el sujeto activo es el propio Estado, que es el único depositario del ius puniendi o “derecho a castigar” ―o, dicho con las crudas palabras de Max Weber, el titular del monopolio de la violencia―. Por muy dura que suene la expresión, este derecho a castigar supone un avance social grandioso, puesto que destierra de nuestro ordenamiento la venganza privada y, en consecuencia, la llamada “ley del más fuerte”. Desde el momento en que el ius puniendi no es absoluto ni ilimitado, sino que está subordinado al imperio de las normas jurídicas materiales ―las que definen qué se puede castigar y cómo se debe castigar― y procesales ―las que rigen la forma de llevar a cabo el enjuiciamiento―, la legitimidad exclusiva del Estado a la hora de reprimir conductas delictivas ―y, dentro del Estado, del Poder Judicial― se configura como una garantía de los derechos individuales del ciudadano.
En cualquier caso, por más que nos encontremos ante el ejercicio de una acción penal exclusiva del Estado contra el individuo, ésta se materializa mediante la actuación del Ministerio Fiscal y, eventualmente, de las acusaciones popular, particular o privada, por lo que desde un punto de vista formal sí que se puede hablar de partes en el proceso penal. Es obvio que esta configuración litigiosa genera un claro desequilibrio en perjuicio del sujeto pasivo del proceso, por lo que es necesario dotarle de toda una serie de derechos exclusivos que reequilibren su posición y garanticen que no va a ser arrollado arbitrariamente por la maquinaria pública. La suma de estos derechos es lo que da sentido a la creación de la figura del investigado como legitimado para ejercitarlos. El término “investigado”, por lo tanto, no es peyorativo ni implica ningún grado de culpabilidad, y tampoco equivale a “encausado” ―que es la denominación que en la misma reforma se le dio a la figura del acusado―, pues tan sólo pasará a denominarse así una vez que, llevada a cabo la oportuna investigación judicial, se hayan desprendido indicios racionales de criminalidad en su actuación, se haya interesado su enjuiciamiento y se haya presentado una acusación formal contra él por parte del Ministerio Fiscal o de alguna de las partes acusadoras personadas. Por si alguien se lo está preguntando, la figura del “procesado” se reserva para el procedimiento ordinario ―que, a pesar de su nombre, es bastante menos frecuente que el procedimiento abreviado―, en el que se investigan y, en su caso, se enjuician delitos castigados con penas de más de nueve años de prisión.
De acuerdo con el contenido del artículo 118 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, la condición de investigado supone la primera piedra del derecho de defensa, por lo que se adquiere desde el momento en el que el proceso se dirige contra una persona determinada, ya sea mediante su detención, mediante el acuerdo de practicar alguna otra medida cautelar contra él, mediante el auto de procesamiento ―reservado para los delitos más graves―, mediante la mera admisión a trámite de una denuncia o querella o mediante cualquier otra actuación judicial de la que se deduzca la imputación de un delito contra esa persona. A partir de entonces se despliega la efectividad de los derechos que amparan al investigado, que figuran desperdigados por la normativa, pero que se deducen fundamentalmente de los artículos 24 de la Constitución Española y 118 y 520.2 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Son los siguientes:
―Derecho a la tutela judicial efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos, evitando cualquier situación de indefensión.
―Derecho al juez ordinario predeterminado por la ley, lo cual quiere decir que tan sólo a través de los órganos jurisdiccionales se va a poder ejercer el ius puniendi, así como que se prohíben los tribunales de excepción y que en ningún caso se puede elegir al juez que tramite el asunto.
―Derecho a ser defendido y asistido por un abogado, a ser representado por éste o por un procurador ―dependiendo del procedimiento y de la fase en que éste se encuentre― y a designarlos libremente o a solicitar que se les designen de oficio.
―Derecho a ser informado de la acusación y a tener inmediato conocimiento de la denuncia o querella de la que resulte la imputación.
―Derecho a un proceso público sin dilaciones indebidas y con todas las garantías recogidas en el ordenamiento jurídico, que incluye los tratados internacionales de los que sea parte España.
―Derecho a utilizar en la defensa todos los medios de prueba que se consideren pertinentes.
―Derecho a no declarar, a no hacerlo contra sí mismo, a no contestar alguna o algunas de las preguntas que se le formulen y a no confesarse culpable.
―Derecho a la presunción de inocencia, que sólo quedará desvirtuada mediante sentencia firme, una vez practicada en el juicio oral toda la prueba propuesta.
―Derecho a actuar en el procedimiento desde que se le comunique su existencia o haya sido objeto de detención o de cualquier otra medida cautelar o se haya acordado su procesamiento.
―En caso de detención, derecho a que ésta, así como el lugar de custodia en el que se halle el detenido en cada momento, se ponga en conocimiento de la persona que éste desee o de la Oficina Consular de su país si se trata de un ciudadano extranjero. Igualmente, derecho a guardar silencio y a manifestar que sólo se declarará ante el juez, a un reconocimiento médico y a ser asistido gratuitamente por un intérprete si se es extranjero y no se domina el castellano.
Vemos, por lo tanto, que no existe una definición legal de investigado, sino que ésta se delimita a partir de los derechos que le son inherentes. Según el diccionario de la RAE, imputar significa atribuir a alguien la responsabilidad de un hecho reprobable, por lo que el imputado sería ese alguien; mientras que la segunda acepción de investigar es: “Indagar para aclarar la conducta de ciertas personas sospechosas de actuar ilegalmente”.
Aunque esta última definición se acerca bastante más al sentido legal del término que la de imputado, el concepto común sigue sin coincidir plenamente con el jurídico. En un primer momento no es el Juez de Instrucción el que le atribuye la responsabilidad de un hecho reprobable, sino el querellante o denunciante, que a través de su querella o denuncia informa de unos hechos que considera delictivos atribuyendo su responsabilidad a una o varias personas determinadas o por determinar. Tan sólo después de practicadas las diligencias de investigación oportunas ―examen de documentos e informes periciales, declaraciones de testigos y del propio investigado u otros actos de reconocimiento judicial― el Juez de Instrucción deberá decidir si considera que los hechos efectivamente revisten carácter de delito y si se desprenden indicios racionales suficientes como para atribuir su comisión al investigado y, por lo tanto, proceder a su enjuiciamiento.
Salvo que se trate de una denuncia contra personas indeterminadas, lo normal es que la primera citación al denunciado o querellado se acuerde en el mismo auto de admisión a trámite de la denuncia o querella. Ya en ese momento, y sin que todavía se haya llevado a cabo ningún acto de investigación judicial, se le requerirá para que comparezca ante el Juzgado “en calidad de investigado” para garantizar su derecho a la defensa. Por lo tanto, para hacer caer sobre una persona la tacha social de la imputación, tan sólo resulta necesario presentar contra ella una denuncia que sea admitida a trámite, y ésta se admitirá siempre que los hechos descritos en su cuerpo se puedan incardinar coherentemente en alguno de los tipos delictivos que recoge el Código Penal y el relato resulte verosímil. Evidentemente, está tipificado el delito de denuncia falsa para impedir que esta jugarreta pueda ser empleada de modo indiscriminado, pero no siempre resulta fácil probar que el denunciante actuó con temeridad o mala fe y no simplemente equivocado.
Además, la condición de investigado se adquiere independientemente de la gravedad del delito denunciado: es igualmente investigado a quien se le atribuye un homicidio que quien resulta sospechoso de haber ocultado a sus socios la contabilidad de una ferretería. Por si fuera poco, en nuestro país están muy extendidas las costumbres nefastas de criminalizar negocios jurídicos o de interponer las llamadas “querellas catalanas”. Lo que se pretende en el primer caso es tramitar asuntos civiles por la vía penal, por considerarla más cómoda para el denunciante, menos arriesgada ―disminuyen muchísimo las posibilidades de ser condenado en costas― o más barata, ya que el ejercicio de estas acciones no está sujeto al pago de tasas. Con respecto a las “querellas catalanas”, se entiende por tal la que interpone con el único fin de presionar al querellado para que pague una deuda o bien para saltarse un proceso civil de derivación de responsabilidad al administrador de una mercantil deudora cuando se estima que ésta va a resultar insolvente. Lo normal en ambos supuestos es que los hechos se planteen como si constituyeran algún tipo de insolvencia punible o un delito de estafa, y en la práctica totalidad de los casos el resultado es que acaban en un auto de sobreseimiento o en una sentencia absolutoria; eso sí: manteniendo en ocasiones al investigado en esta situación socialmente infamante durante varios años.
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