El artículo 106.2 de la Constitución Española consagra el derecho de los particulares a ser indemnizados, salvo en casos de fuerza mayor, por toda lesión que sufran en sus bienes y derechos como consecuencia del funcionamiento de los servicios públicos. Este derecho, que no deja de ser una ampliación al sector público de los principios básicos del Derecho civil, puede parecernos hoy en día algo obvio o moralmente indiscutible desde un punto de vista cívico; sin embargo, constituye un avance grandioso para el ciudadano, porque hasta 1978 se consideraba que la soberanía conllevaba la práctica impunidad de la Administración. Salvo por lo que se refiere a ámbitos y supuestos muy concretos, como los recogidos en la Ley de Aguas de 1879, tan sólo la Constitución republicana de 1931 se atrevió a proclamar tímidamente cierta responsabilidad subsidiaria de las Administraciones con respecto a los actos de sus funcionarios, pero esta proclama ni siquiera llegó a ser desarrollada legalmente. Hoy en día, por el contrario, la responsabilidad patrimonial de la Administración ya no es sólo subsidiaria, sino también directa, de modo que ésta responderá frente al particular de los daños que le haya podido causar cualquiera de sus órganos o agentes ―sin perjuicio de una posterior actividad sancionadora interna contra ese agente en concreto, por supuesto―. Además, esta figura no sólo se ha desarrollado legal y reglamentariamente, sino que se ha establecido un procedimiento especial para su tramitación ―en realidad, varios, dependiendo de qué servicio público haya ocasionado la lesión―. Y no podía ser de otra manera, ya que el principio de responsabilidad pública se articula como una pieza fundamental de nuestro ordenamiento jurídico en el artículo 9.3 de la Constitución:
La Constitución garantiza el principio de legalidad, la jerarquía normativa, la publicidad de las normas, la irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales, la seguridad jurídica, la responsabilidad y la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos.
Genéricamente, la responsabilidad no es más que la obligación de reparación que nace cuando le causamos un daño a otro mediante una acción o una omisión. Si la reparación in natura ―devolver las cosas a su estado inicial― no es posible, procede indemnizar económicamente a la persona o personas que hayan sufrido las consecuencias de nuestra actividad, de ahí que hablemos de responsabilidad patrimonial. El espectro que actualmente puede dar lugar a esta responsabilidad es amplísimo, pues se extiende a todos los ámbitos administrativos y no sólo abarca los casos de responsabilidad subjetiva ―los motivados por una actuación u omisión dolosa o negligente―, sino también los propios de la objetiva, es decir: aquellos que se dan fortuitamente como consecuencia del riesgo inherente a toda actividad. Así, nuestro ordenamiento jurídico tan sólo excluye los supuestos de fuerza mayor externa, la que se despliega por completo al margen de la actividad ejercitada ―p. ej. guerras, fuerzas desatadas de la naturaleza, pestes, plagas inusitadas y cualquier otro evento igualmente extraordinario, grave e incontrolable―. De este modo, son indemnizables los daños provocados tanto por el funcionamiento normal de los servicios públicos como por el anormal.
Para completar la protección al administrado, se sienta el llamado “principio de indemnidad” o de reparación integral de los daños, que significa que el que haya sufrido una lesión motivada por una actividad administrativa tiene derecho a su completa reparación, sin que en ningún caso pueda deducirse ningún tipo de empobrecimiento patrimonial para el afectado una vez que ha sido indemnizado. En la práctica, esto no es así en una buena parte de los casos, dado que la mera tramitación de la reclamación genera unos costes cuya restitución no siempre es contemplada en la cuantía de la indemnización. Así, es bastante frecuente que los Juzgados y Tribunales se amparen en la excepción de “serias dudas de hecho o de derecho”, recogida en el artículo 139.1 de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-administrativa, para no condenar en costas a la Administración aun cuando se falle a favor del recurrente. Este concepto indeterminado de duda nos obliga a ser extremadamente cuidadosos ya desde la interposición de la reclamación previa, pues el contenido de ésta va a condicionar el del posterior eventual recurso contencioso-administrativo. Por ello, y por mucho que desde la Administración se suela animar al particular a reclamar rellenando él mismo in situ alguno de los formularios predefinidos con los que cuenta, recomiendo encarecidamente acudir a un abogado antes de hacer nada. Por desgracia, muchas veces nos encontramos con las manos atadas ante las alegaciones que, con la mejor intención del mundo, ha presentado el cliente por su cuenta sin asesoramiento previo.
Para que una lesión provocada por el funcionamiento de la Administración sea indemnizable, ésta ha de ser efectiva ―ya producida, no potencial―, evaluable económicamente ―cuantificable―, individualizada en relación con una persona o un grupo de personas ―con un sujeto pasivo determinado, sea singular o plural― y antijurídica, en el sentido de que el lesionado no esté obligado a sufrir el menoscabo de sus bienes o derechos (Art. 139.2 de la Ley 30/92). Por lesión se entiende el daño físico o moral que se produce tanto sobre la persona como sobre los bienes materiales de ésta y sus derechos patrimoniales. El principio de indemnidad hace que la Administración deba responder por el daño emergente y por el lucro cesante, así como por la frustración de las expectativas lógicas de futuro, lo cual, aunque en principio pudiera parecerlo, no es contradictorio con la exigencia de la efectividad del daño: un daño potencial es el que podría producirse o no en un futuro incierto, mientras que la frustración de expectativas lógicas de futuro es efectiva desde que se produce la lesión, en el sentido de que ésta impide radicalmente su realización.
Los casos que pueden darse son tan numerosos como quiera nuestra imaginación; pero por citar algunos ejemplos a título ilustrativo, son susceptibles de generar la responsabilidad patrimonial de la Administración, siempre y cuando cumplan los requisitos anteriormente expuestos, los errores judiciales ―aunque llevan una tramitación distinta―, las lesiones provocadas por la inobservancia de la lex artis médica, los daños y lesiones motivados por el mal estado de las calles y las carreteras, las dilaciones en la tramitación de expedientes administrativos, los daños y lesiones consecuencia de la ejecución de una obra pública o los producidos en hospitales, prisiones, colegios, universidades, transportes, estaciones, aeropuertos y otras dependencias públicas.
Por último, y aunque pueda parecer obvio, es necesario recalcar que debe existir una relación causal entre el funcionamiento de los servicios públicos y el daño sufrido. Esta precisión no es baladí, puesto que ese nexo causal es el que nos va a dar más problemas a la hora de defender nuestra pretensión. Mientras que la actividad pública y la lesión son fácilmente demostrables mediante informes periciales, testigos o documentos públicos, la prueba del nexo no siempre resulta tan sencilla y en ocasiones requiere del empleo de medios extraordinarios ―como el levantamiento de un acta notarial fotográfica, por ejemplo― que precisan de una actuación rápida ―por no decir de grandes dosis de ingenio o, en su defecto, de experiencia―.
Con independencia de que a veces se pretendan indemnizaciones desmesuradas, la inmensa mayoría de las reclamaciones que se presentan son justas, y precisamente por eso cuentan con grandes probabilidades de ser estimadas. Sin embargo, podemos estar seguros de que el abogado de la Administración, como si se tratara de un rito ineludible, tratará de hacer pasar al demandante por quejica, pesetero y caradura y, entre sus alegaciones, apelará al mantra de “el Estado no puede convertirse en la aseguradora universal”. Tenemos que estar mentalmente preparados para ello ―porque nunca es plato de gusto ver públicamente atacado el honor propio de una manera tan arbitraria― y ser conscientes de que lo único que se pretende mediante esta estrategia desesperada es introducir un elemento más a probar: la buena fe ―algo que la Ley no exige, puesto que la buena fe siempre se presume―. Afortunadamente, los jueces están acostumbrados a este tipo de insinuaciones o acusaciones directas, por lo que si no van acompañadas de argumentos de peso ―en ese caso ni siquiera serían necesarias―, no suelen prestarles la más mínima atención.
Si usted cree haber sufrido algún daño o lesión motivado por el funcionamiento de un servicio público y desea realizar una consulta, puede ponerse en contacto conmigo pulsando en este enlace. En esta ocasión, y aun cuando la reclamación pueda formularse en el plazo de un año desde que se produjo el hecho causante o desde que se manifieste su efecto lesivo, considero necesario recalcar la importancia de acudir a un profesional del Derecho lo antes posible y, desde luego, no realizar ningún trámite sin asesoramiento cualificado.